La educación canina empática y respetuosa: una cuestión ética

Publicado el 15 de octubre de 2024, 17:33

El activismo y la teoría no son cuestiones separadas. O no deberían. Cuando pensamos en las personas que se dedican a la filosofía, probablemente nos vienen a la mente algunos de los más famosos pensadores de la historia occidental, o bien alguien en su despacho escribiendo oscuras y complicadas tesis para un público reducido. Mientras que cuando visualizamos a alguien que hace activismo por los animales, los estereotipos también están ahí, aunque son menos halagüeños y más elitistas.

Estas ideas preconcebidas son dañinas y no necesariamente se ajustan a la realidad. Al menos, yo defiendo que no tiene que ser así, y que la producción teórica debería estar en constante conversación con la praxis a favor de los animales, y viceversa. En este sentido, entre otras muchas posibles conexiones, me gustaría explorar los nexos que existen entre dos conceptos de la filosofía moral y la educación respetuosa para con los animales y, concretamente en este contexto, los perros: la injusticia epistémica y la teoría dialógica.

La injusticia epistémica es un concepto introducido por la filósofa Miranda Fricker, y consiste en un tipo de injusticia que sufren ciertos sujetos que no son escuchados ni entendidos por razones hermenéuticas, pues se dan carencias conceptuales para ello a nivel colectivo, y por razones testimoniales, ya que no se da valor o fiabilidad a lo que comunican. Siento que esto es perfectamente aplicable a los animales en general y a los perros en particular. Por una parte, sufren de injusticia hermenéutica porque, a nivel social, existe una carencia notable de herramientas de comprensión e interpretación de sus formas de comunicación por parte de los seres humanos. De forma inversa, sufren de injusticia testimonial, pues los prejuicios de la mente humana conducen a otorgar un grado de credibilidad muy bajo a lo que nos expresan.

Un buen ejemplo de injusticia epistémica es el de los ladridos. Estos, paradójicamente, fueron exacerbados genéticamente en la cría con fines de guarda. Los ladridos son útiles si responden a fines humanos. Si no, son demonizados y a menudo clasificados todos en la categoría de molestia, en el mejor de los casos, y de agresividad, en el peor. Estas creencias conforman un problema hermenéutico, pues ignoran que hay diversas razones por las que los perros ladran y no son necesariamente negativas. Por otro lado, las prácticas restrictivas de inhibición de gruñidos o ladridos suponen un grave problema testimonial, ya que, al no tratar de desentrañar lo que nos está transmitiendo el perro, sino ignorarlo y coartarlo, el perro no solo se sentirá frustrado, sino que puede que sí desarrolle dificultades que se habrían evitado escuchándolo en primer lugar.

Así, cuando se habla de los perros como animales inteligentes y fieles, no se está aludiendo en realidad a la inteligencia tal y como la concebimos en sentido antropocéntrico. Los perros tienen una gran capacidad para el aprendizaje y la obediencia, algo que alimenta el ego humano y su sensación de dominio sobre ciertas otredades. El hecho de que en medio de todo tipo de técnicas conductistas más o menos aversivas esté brotando una resistencia que ve a los perros como seres complejos, emocionales y con voluntad, y no como meras máquinas dominables, evidencia la importancia de repensar nuestra relación con ellos en términos de restitución de la injusticia epistémica a la que son sometidos. Esta restitución puede darse, como propone la filósofa Josephine Donovan, en forma de teoría y práctica dialógica con nuestros otros no humanos. Esta corriente consiste en tratar de desprendernos de nuestros marcos conceptuales para escuchar las voces de los animales en sus propios términos desde la empatía: no con nuestro pensamiento, no con nuestro lenguaje, sino con sus gestos, sus expresiones, sus sonidos, sus preferencias.

Esto es precisamente lo que ponen en práctica quienes no adiestran o reparan perros como si fuesen máquinas, sino que buscan una convivencia armoniosa con ellos e intentan hacerlo de la forma más respetuosa. El diálogo entre especies permite crear un espacio semántico para sus formas de comunicación y combatir así ese vacío hermenéutico del que habla Fricker. Es necesario difundir, entre académicas, trabajadoras con animales y activistas, toda la información posible acerca de cómo nos hablan nuestros compañeros caninos sobre su estado físico y emocional a través de su propia corporalidad. Y es imprescindible luchar contra el poco valor que se da a estas formas de comunicarse que, por no estar mediadas por las palabras, no son necesariamente menos claras.

Puede que haya sutilezas que se nos escapan y que debemos ir aprendiendo, pero el dolor extremo (y, también, la alegría) son evidentes para quien tenga la voluntad de oír y practicar una escucha activa. No hay excusas para no empezar poniendo atención en lo más básico. Luego, una educación y una conexión basada en el respeto y el diálogo con nuestros perros puede dar lugar a consecuencias maravillosas, a conocerlos mejor a ellos y a replantearnos nuestra propia humanidad y animalidad, e incluso a revisar críticamente nuestras formas limitadas de expresarnos con un lenguaje supuestamente superior. Este ejercicio de cuidado al otro y de humildad hacia una misma no puede darse solo en el mundo teórico: se construye en los cuerpos y en las relaciones con nuestros compañeros caninos.

 

 

Amanda Briones Marrero

Investigadora en Filosofía en la Universidad de Oviedo

 

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